sábado, 20 de febrero de 2010

Muñoz no era la fuerza

Luis Muñoz Marín es sin lugar a dudas una de las más preclaras y creativas mentes políticas de nuestra historia. Su capacidad de articular con sencillez las aspiraciones de la generación a la que le tocó dirigir es hoy por hoy muestra innegable de la importancia del liderazgo clarificante que tanto echamos de menos en el Puerto Rico del siglo XXI. Muñoz, a diferencia de muchos de los que le han sucedido en el uso del poder, sentía un profundo respeto por la sabiduría de la gente común.

Si nada más pudiera aplaudirse de su gesta al frente del pueblo puertorriqueño, habría que admirar su convencimiento de que la voluntad del pueblo va por encima de cualquier concepción mesiánica de las trilladas ideologías. Esa es la clave para entender el estrecho vínculo de confianza que se desarrolló entre el Líder y su pueblo.

Luis Muñoz Marín fue líder indiscutible de una generación de puertorriqueños para los que la dignidad inviolable de cada ser humano legitimaba y justificaba sin más, la acción política. En el Puerto Rico de los años 30, los partidos políticos estaban más preocupados por las entelequias del poder insular y sus intrigas en Washington, que por la desesperanza con la que los puertorriqueños de entonces enfrentaban sus males. Dicho de otra forma: aquellos puertorriqueños no encontraban en los partidos de entonces el remedio para las crueles realidades impuestas por el latifundio, el monocultivo y el absentismo.

Hoy que se conmemoran 112 años de su natalicio, valdría la pena reflexionar sin caer en idolatrías, pero también sin escamotear mezquinamente su valía, aquella incursión del heredero de Muñoz Rivera en la vida política de su patria.

En 1940 Puerto Rico llevaba cuatro décadas bajo el dominio estadounidense y no parecía que hubiese voluntad del imperio ni la colonia para cambiar aquellas realidades. Aunque los teóricos de la conspiración adscriban a motivos de deshonestidad y engaño su gestión en la vida pública, lo cierto es que Luis Muñoz Marín presidió con magistral pericia el esfuerzo más exitoso de los puertorriqueños por cambiar el rumbo de su historia.

¿Cuál fue el secreto? Es sencillo. Muñoz aprendió a caminar junto al pueblo, con sus luchas, con sus aspiraciones, con sus anhelos y con sus temores -fundados e infundados. Caminó en fin, con ese pueblo, sin caer en la arrogancia de las soluciones mágicas que tienen de definitivas las mismas insuficiencias que postulan. Entendió mejor que nadie que el liderazgo no es un ejercicio mesiánico, sino un acto de profundo respeto a las voluntades colectivas, que sólo es posible desde la humildad. Por eso el País entendió a Muñoz y confió en su discurso.

La miseria, el hambre y el analfabetismo de entonces se han transformado 60 años después en creciente desigualdad económica, crimen y desconfianza. Peor aún, cual si se repitiera la historia, la política partidista ha regresado al culto por la ostentación del poder por el poder mismo, sin agenda, anhelando que de Washington nos regalen una migaja de protagonismo para resolver el futuro.

La lección de Luis Muñoz Marín es hoy más necesaria que en su tiempo. Nos toca a los puertorriqueños pasar al centro de la escena. Resulta indigno pretender que se impongan recetas extrañas a nuestra experiencia histórica. No se puede resolver nada partiendo de la premisa de la exclusión y la intolerancia.

Conviene recordar las palabras de Muñoz en su discurso a la Asamblea del Partido Popular en agosto de 1964: “Puertorriqueño, preserva siempre tu claridad de entendimiento, tu voluntad y firmeza… confía siempre en tu propia voluntad más que en hombre alguno sobre la Tierra. Esa es tu fuerza, no soy yo tu fuerza, esa es tu fuerza, tú mismo eres tu fuerza”.

¿Estaremos listos para entender que la fuerza somos nosotros mismos?

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